Ninguna de las instituciones fundamentales de la
democracia escapa de la crítica casi unánime de la ciudadanía
Belén Barreiro / El País
La crisis
económica ha desencadenado una crisis política e institucional. Ninguna de las
instituciones fundamentales de la democracia escapa de la crítica casi unánime
de la ciudadanía. Partidos, gobiernos, parlamentos y jefatura del Estado sufren
una crisis de reputación sin precedentes. Sucede lo mismo con bancos y grandes
corporaciones: las instituciones básicas de la economía de mercado tampoco se
libran del rechazo de los ciudadanos. La recesión no solo está destruyendo la
riqueza del país: está también aniquilando la confianza ciudadana en las
instituciones políticas y económicas. Algunos políticos, banqueros y grandes
empresarios son conscientes de la gravedad de la situación: sin complicidad ciudadana ningún proyecto,
ni político ni económico, puede llegar a buen puerto. En algunas acciones
puntuales se vislumbra un ápice de reacción. Sin embargo, no hay una respuesta
conjunta y contundente que frene de inmediato la caída en picado de la
reputación de las instituciones.
La
recuperación de la credibilidad de las instituciones políticas y económicas
exige emprender un ejercicio de empatía con la inmensa mayoría de los
ciudadanos. Debemos entender qué les está sucediendo. La quiebra de la
confianza institucional tiene tres causas: el empobrecimiento casi general de
la población; el convencimiento de que los sacrificios no se han repartido con
equidad; y la percepción de que en las decisiones sobre la crisis, la opinión
de los ciudadanos ha contado demasiado poco.
La crisis
ha producido cambios en el modo de vida de nueve de cada diez españoles, según
los datos de El ObSERvatorio de MyWord para la Cadena SER. La crisis está
provocando un cambio social de enorme envergadura, que nos devuelve a tiempos
para muchos olvidados. Asumir el empobrecimiento para el que lo sufre es
siempre difícil. Cuando implica renuncias a bienes materiales o servicios
básicos lo es aún más. Pero los sacrificios se tornan indigeribles cuando no se
producen con equidad. Un reparto más justo de los costes sociales de la crisis
probablemente habría podido contener gran parte del rechazo ciudadano a las
instituciones políticas y económicas. Cuando los resultados de la democracia
son malos para la gran mayoría y además se perciben como injustos, los
procedimientos en la toma de decisiones se colocan en el punto de mira. En esta
crisis, la política económica se ha hecho sin tener en cuenta las preferencias
ciudadanas. Obviamente, los gobiernos en democracia no tienen obligación de
decidir a golpe de sondeos, pero cuando sus decisiones son cuestionadas por
voces solventes y además producen un empobrecimiento generalizado, cierta
permeabilidad con las demandas ciudadanas es imprescindible. Los ciudadanos no
reclaman soluciones mágicas a la crisis, están pidiendo que los sacrificios, en
España como dentro de cada institución, se repartan entre todos. Las
instituciones, políticas y económicas, deberían darse por aludidas. Es la
credibilidad de todas ellas lo que está en juego. Y ninguna debería olvidar uno
de los lemas del 25-S: “Porque solo podemos ganar”. Cuando muchos no tienen
nada que perder, la democracia y la propia economía de mercado peligran
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