León Bendesky / La Jornada
Una reforma laboral
como la que está en curso hoy en México no es un asunto meramente
económico o de tipo organizacional en el campo de los negocios. Está
instalada en el centro mismo de la configuración de la sociedad.
Desde los primeros intentos por sistematizar el conocimiento de la
economía capitalista en el último cuarto del siglo XVIII se admitía con
mayor o menor claridad que había un conflicto esencial entre el capital y
el trabajo. Más tarde, hacia mediados del XIX, se pondrían de cabeza
las teorías conservadoras de la economía de aquel tiempo y de las que se
han formulado hasta ahora.Pero las ideas y las teorías son una cosa y la realidad en la calle es otra, y esta última se cimenta en la necesidad. Además, hay divergencias en el control de las interacciones del trabajo que se expresan en la política, en las leyes, la procuración de la justicia y el entramado de las instituciones.
El conflicto entre el trabajo y el capital deriva de la definición primordial de los derechos de propiedad y la forma de acceso de los individuos y las familias al ingreso y los recursos. De la contraposición del trabajo y el capital se deriva una forma específica de generación de la riqueza y, principalmente, de su distribución entre ganancias, intereses, rentas y salarios. La relación está en el centro mismo de este modo de producción y difiere económica, legal, e ideológicamente de otros modos de organización social.
La legislación laboral no tuvo su origen en una graciosa concesión a los otros. La historia y la experiencia cotidiana lo indican claramente. Esas leyes conciernen a asuntos diversos del proceso de trabajo: tiempo, espacio, condiciones, jerarquías y la provisión de seguridad como la salud y las pensiones. Tiene que ver con las formas complejas de la acumulación del capital, la generación del excedente y su apropiación y, de manera general, con las formas de reproducción del sistema en su conjunto, o sea, del propio capital y del trabajo.
El capitalismo ha requerido recurrentemente ajustes y acomodos en las relaciones laborales. En ese terreno interviene activamente el Estado para regularlas y sancionar su funcionamiento. Su intervención no es neutral y eso es un componente básico de la política. La evolución de tales relaciones no sigue un patrón de mejoramiento constante para quienes laboran, hay avances y retrocesos, hay condiciones de índole absoluta y relativa. Involucra una dependencia mutua entre las partes, pero no equivalente. Es una lucha permanente y desigual.
Por supuesto que los empresarios quieren flexibilidad, y la mayor que sea posible, en las relaciones laborales. Todo tiene que ver finalmente con los costos unitarios de producción y en la mayoría de los casos los costos del trabajo son los más grandes. Esa es la pauta que define la productividad y la competitividad en el mercado, de ahí se sostiene el balance y su línea de fondo: la utilidad. No estarán satisfechos con reforma alguna y en el caso de la flexibilidad, ésta siempre será insuficiente. De ahí se desprenden buena parte de la invenciones y las innovaciones tecnológicas que compiten directamente con el trabajador.
Con el tiempo la estructura laboral en las empresas se va
haciendo rígida y en los periodos en que es más complicada la generación
de ganancias y la acumulación del capital se clama por mayor
flexibilidad. La contraparte también quiere flexibilidad, pero se
expresa de modo distinto, pues la disciplina y las reglas las impone el
capital. Por eso el recurso último es la huelga. Ese es el límite de la
conciliación y el arbitraje que cumple el Estado.
La conciliación menos conflictiva entre los llamados
factores de la producciónse da en periodos de alto y sostenido crecimiento de la producción, como el ocurrido entre 1950 y 1975, y que con sobresaltos se extendió hasta 1980. Pero ese escenario ya no existe y desde entonces la expansión del producto y del empleo se ha vuelto crónicamente lenta.
Con el aumento poblacional y la marginación de los que deberían
entrar o reentrar al mercado de trabajo, los problemas del desempleo, el
subempleo y la informalidad no han hecho más que crecer. Mientras
tanto, los salarios reales de los trabajadores se reducen, lo mismo
ocurre con los servicios públicos y las prestaciones y, con ello, sus
condiciones generales de vida. Este proceso no cambia con los recientes
intentos, poco serios, por imponer un discurso acerca de que México es
un país de clases medias.
El argumento de que la reforma aprobada en el Congreso generará más
crecimiento del producto, elevará la productividad y aumentará el empleo
no está validado, y quienes así lo sostienen hacen un planteamiento con
falsas apariencias.
El trabajo debe protegerse, esa es una primera consideración. La
flexibilidad que se quiere imponer con la nueva ley puede hacer que el
mercado laboral se haga más frágil y la situación de los trabajadores
más precaria.
Por el lado de las empresas, no es la misma condición la de las más
grandes y aquellas de menor tamaño. No todas cumplen con las exigencias
de la ley que hoy existe. Además, algunas de la provisiones como las que
tienen que ver con la capacitación y la nueva manera de regularlas
pueden llevar a una burocratizacion excesiva, a la que tanto están
acostumbradas las entidades públicas de ese sector, incluyendo los
tribunales.
Las normas laborales requieren ajustes para que se consiga un acuerdo
funcional que proteja a los trabajadores, pero también a las empresas,
en especial a las de menor tamaño, que es donde se crea la mayor parte
del empleo. No es un equilibrio fácil de encontrar, pero sin duda es
necesario. Los esquemas prevalecientes están sumamente viciados. La
reforma apunta a la tangente y no al blanco. Es una reforma a modo de
los intereses políticos prevalecientes.
Es irrelevante en un sentido práctico si fue Felipe Calderón quien
presentó la iniciativa de reforma laboral. Sin duda el PRI la ha sabido
aprovechar y con premura. Seguramente se cuidará de mantener los vicios
laborales que tan buen servicio político electoral le ha dado por mucho
tiempo.
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