Víctor M. Toledo / La Jornada
En la primavera de 1998 este autor percibió por
vez primera y en piel propia lo que hasta entonces había sido una
construcción intelectual, un fenómeno socio-ambiental global detectado
por la investigación científica: el cambio climático. Durante casi dos
meses una espesa nube de humo cubrió la mayor parte del país. La nube
comenzó en el sur y sureste del territorio y se fue expandiendo
lentamente hasta alcanzar la frontera con Estados Unidos. Ese fue el año
más seco y cálido de los registrados, y tuvo como principal efecto una
sucesión de incendios forestales que arrasaron millones de hectáreas de
selvas y bosques en Brasil, Centroamérica, Indonesia, Canadá y México y
generaron una gigantesca capa de humo. Los habitantes de los países
afectados estuvimos cerca de vivir una tragedia. Si esas condiciones se
hubieran extendido más días, se hubiera generado una atmósfera
irrespirable, provocando la muerte masiva. Unos años después, en 2003,
experimentamos una segunda casualidad, esta vez en España. Ese año una
inusitada canícula estableció récords nunca vistos en los termómetros de
Francia, Portugal, España, Alemania, Bélgica e Inglaterra. En Córdoba y
Sevilla las temperaturas alcanzaron 45, 50 y hasta 55 grados
centígrados durante agosto. El saldo en muertes por el calor se calcula
entre 20 mil y 30 mil, una estadística muy poco publicitada.
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