Manuel
Vicent / EL País
Los aviones de combate sin piloto, cargados con
bombas de alto grado de excelencia, reciben una orden desde el teclado de una
computadora situada en un lugar desconocido. Aceptada esta orden por el disco
duro, estos aviones despegan de algún punto del planeta; vuelan miles de
kilómetros y con una precisión matemática dejan caer su carga mortífera sobre
el objetivo, una fábrica, un hospital, un puente o una cocina donde una madre
está guisando un potaje para la familia y luego vuelven al hangar con la misión
cumplida. Ese técnico anónimo que en el Pentágono o desde cualquier base
militar ha pulsado la orden ya no debe preocuparse de más. La máquina realizará
el trabajo mientras él se está tomando un whisky en el bar con los amigos o
recoge a su hijo del colegio para llevarlo a una fiesta de cumpleaños. Parece
que la responsabilidad hubiese sido transferida a la informática, puesto que la
culpa en este caso es suplida por la aséptica perfección a la hora de aniquilar
al enemigo. Sucede lo mismo en el mundo de las finanzas. La fórmula de
exterminio sin riesgo adoptado para la guerra, el Sistema la aplica igualmente
a la economía a través de los movimientos del mercado cuyos ataques se producen
también a través de teclados con manos perfumadas, distantes. Los mercados
financieros operan como los aviones de guerra sin pilotos. Desde un ordenador
el ente misterioso que maneja bonos y fondos de inversión mueve el dinero
global con órdenes de compra o de venta con un interés que bascula siempre
entre la codicia y el pánico. Nadie sabe de dónde procede el primer impulso y
quién pasa al final la guadaña sobre el tapete de esta ruleta planetaria. En la
guerra moderna los militares ya no tienen rostro; en la economía existen cada
día menos empresarios visibles, de carne y hueso. Han sido sustituidos por
pulsiones digitales. Un agente especulador da una orden y comienzan a caer
bombas sobre la deuda, los bancos, la bolsa, la prima de riesgo mientras él se
va con su novia a las Maldivas a bucear entre corales. Frente a la figura fanática
del suicida, que entrega su vida por un ideal o del empresario romántico que
monta un negocio con su esfuerzo, el Sistema ha convertido la economía, como la
guerra, en un videojuego mortífero, sin riesgo ni culpa.
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