Patricia Mayorga /
Proceso
El hospital de Guadalupe y Calvo, Chihuahua, es
como una franquicia del infierno: cama tras cama hay personas –sobre todo
niños– con tuberculosis, neumonía, gastroenteritis y toda clase de infecciones
que en otros lugares son curables. Aquí no. No hay personal ni equipo médico ni
medicamentos suficientes, y se vive con la amenaza permanente del crimen
organizado. La mayoría de los pacientes son indígenas y sus múltiples
padecimientos en realidad son uno solo: la desnutrición. La pobreza extrema
azota a la Tarahumara junto con la violencia y uno de los climas más
inclementes del país; en esas condiciones la ayuda médica y alimentaria no
llegan a la región
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