Samuel
García / 24 Horas
El jueves pasado el Senado de la República aprobó
lo que ya es conocida como la ley contra el lavado de dinero y que formalmente
se denomina Ley Federal para la Prevención e Identificación de Operaciones con
Recursos de Procedencia Ilícita, una iniciativa que busca detectar en la
economía -y especialmente en el sistema financiero- operaciones realizadas con
recursos provenientes del crimen organizado.
Evidentemente
que algo se tiene que hacer en esta materia cuando las agencias de inteligencia
y de investigación estadunidenses advierten que a México ingresan anualmente
entre 20 y 40 mil millones de dólares de recursos del crimen organizado,
cantidades que se camuflan fácilmente en una economía con una elevada
informalidad que facilita el “blanqueo” de los recursos ilícitos.
Así que
eso parecería suficiente para justificar una ley que también es una respuesta
tibia y tardía a un problema grave y que inexplicablemente llega al final del
sexenio después de una guerra sin precedentes en contra del crimen organizado
que ha costado decenas de miles de vidas. La ley fue enviada por el Presidente
al Senado en agosto de 2010 y le tomó poco más de dos años en discusiones
políticas, en desencuentros con el sector privado y en trámites legislativos para
finalmente ser aprobada por el Congreso en una muestra más de que los grandes
problemas de México se han enquistado por la inoperancia del arreglo político.
Este
desarreglo político ha sido factor crucial que ha favorecido la debilidad de
las instituciones, la baja capacidad de respuesta de los gobiernos, la
fragilidad en los sistemas de procuración de justicia, y la escasa
profesionalización y corrupción de los aparatos de inteligencia y de policía
del país.
Es decir
dada la incapacidad del Estado para enfrentar al crimen organizado a través de
una estrategia integral, de inteligencia policiaca y de la fortaleza de sus
instituciones económicas y financieras de vigilancia y supervisión, ahora se ha
promulgado una ley contra el lavado de dinero que criminaliza a los ciudadanos,
invade su privacidad y restringe sus libertades económicas tal y como lo señala
el Artículo 16 constitucional.
Entre
otras cosas, la ley contra el lavado de dinero obligará a los ciudadanos a
entregar un gran cantidad de datos y documentos personales a los comerciantes y
prestadores de servicios -con sus potenciales consecuencias en términos de
resguardo y de seguridad personal- si se quiere adquirir un reloj, una pintura,
un auto usado, una tarjeta prepagada no bancaria o si va a comprar acciones, en
una clara invasión de la privacidad bajo la bandera de la lucha en contra del
narcotráfico.
Esta es
una tendencia peligrosa que los gobiernos están siguiendo en México y que
atenta contra las libertades. Recordemos que recientemente el Sistema de
Administración Tributaria, SAT, bajo el pretexto de contar con un registro
preciso, se tomó la libertad de obligar a los contribuyentes a imprimir las
huellas dactilares de los 10 dedos de las manos, a capturar su iris, además de
ser fotografiado, de tomar los datos personales y de imprimir su firma
autógrafa.
La
invasión de la privacidad en aras de la lucha en contra del crimen es una más
de las pérdidas de libertades económicas por la incapacidad del Estado para
cumplir con sus obligaciones comprometidas en la Constitución.
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