Tal vez México se curó del hechizo que Brasil ha ejercido en nuestro imaginario futbolero
Fabio Morábito / El País
Brasil ha representado siempre para México un ideal país hermano, al que
por otro lado conoce muy superficialmente. Si el conocimiento mutuo
fuera más profundo del que es, las diferencias terminarían por rebasar
con creces las similitudes y ambos países se mirarían como dos gigantes
extraños. La impresionante mezcla racial de Brasil, sin comparación con
la más bien cauta de México, así como su extroversión innata, su música,
su negritud, su carnaval, no tienen correspondencias con el país
introvertido, ceremonioso, profundamente indígena, desconfiado y carente
de frenesís colectivos que es México. Pero sobre todo en el fútbol las
diferencias son lampantes. La inventiva brasileña, que provoca el efecto
óptico de un ensanchamiento de la cancha, donde cada jugador posee un
nicho ecológico propio, no tiene paralelo en nuestro balompié, que es
arduo, terroso, grupal, opaco. El apodo de “ratones” que le hemos
asignado a nuestro equipo es significativo. Pocos países aceptarían ese
sobrenombre para su selección. México lo encuentra natural y hermoso.
Los ratones trabajan sin lucirse, en lo oscuro, con sacrificio, con
fealdad incluso.
No hay comentarios:
Publicar un comentario