miércoles, 18 de junio de 2014

ALGO SE HA ROTO

Tal vez México se curó del hechizo que Brasil ha ejercido en nuestro imaginario futbolero
Brasil ha representado siempre para México un ideal país hermano, al que por otro lado conoce muy superficialmente. Si el conocimiento mutuo fuera más profundo del que es, las diferencias terminarían por rebasar con creces las similitudes y ambos países se mirarían como dos gigantes extraños. La impresionante mezcla racial de Brasil, sin comparación con la más bien cauta de México, así como su extroversión innata, su música, su negritud, su carnaval, no tienen correspondencias con el país introvertido, ceremonioso, profundamente indígena, desconfiado y carente de frenesís colectivos que es México. Pero sobre todo en el fútbol las diferencias son lampantes. La inventiva brasileña, que provoca el efecto óptico de un ensanchamiento de la cancha, donde cada jugador posee un nicho ecológico propio, no tiene paralelo en nuestro balompié, que es arduo, terroso, grupal, opaco. El apodo de “ratones” que le hemos asignado a nuestro equipo es significativo. Pocos países aceptarían ese sobrenombre para su selección. México lo encuentra natural y hermoso. Los ratones trabajan sin lucirse, en lo oscuro, con sacrificio, con fealdad incluso.

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