Enrique
Aranda Ochoa * /
Contralínea
Lo que pareciera una consecuencia más, ineludible, de las tendencias
globalizantes –aunque no necesariamente negativas e, incluso, teóricamente
positivas– se ha convertido en ominosa sombra sobre la faz de la tierra
y los pueblos que sustenta: la integración económica y cultural de países
vecinos, primero, y luego de grandes regiones distantes entre sí. Tal es el
caso del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), y su
“actualización” con el Acuerdo Estratégico Transpacífico de Asociación
Económica (ATP, por su sigla en inglés). Más la proyección de tal sombra
sobre los territorios del futuro es, si cabe, todavía más opresiva.
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