Antes sabían lo que buscaban y necesitaban medidas excepcionales para violar la privacidad. Hoy, la cibervigilancia ha convertido la intimidad en un conjunto de datos que facilitan nuestras prótesis electrónicas
Ernesto Hernández Busto / El País
En un ensayo sobre el discípulo de Ezra Pound y oscuro funcionario de la
CIA James Jesus Angleton, Eliot Weinberger, tras notar la curiosa
tendencia norteamericana a reclutar espías entre aspirantes a poeta
graduados de las facultades de Inglés en las universidades de la Ivy
League, nos regala la idea de un libro todavía no escrito sobre “poesía y
espionaje”. “Un espía”, dice, “debe averiguar dónde está la mejor
información, hacerse de ella sin que lo descubran y lograr
transmitirla”. Desde Chaucer hasta Basil Bunting, al menos, los bardos
han tenido facilidad para esas tareas, tal vez porque, como pensaba
Angleton, un poeta es alguien con sensibilidad especial para la
ambigüedad y los sentidos ocultos, casi siempre convencido, además, de
servir a unos grandes poderes demasiado imprecisos.
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