La enfermedad de la política es que los ciudadanos no creen a sus representantes
La palabra no ayuda. Procedente de Argentina, escrache no solo nos
resulta rara, sino que tiene una cierta sonoridad de escupitajo poco
adecuada a lo que designa, actos pacíficos de protesta ante los
domicilios y lugares de trabajo de políticos en ejercicio. No se trata,
sin embargo, de actos nuevos en el mapa de la indignación ciudadana.
Hace ya años, cuando los derechos sexuales de una notable parte de la
población estaban cercenados y pisoteados, comenzó a practicarse en
Estados Unidos, y desde allí pasó a Gran Bretaña, el outing. En
los años noventa también entre nosotros se habló de ello, y ciertos
grupos de activismo gay lo preconizaron y llegaron a amenazar con su
puesta en práctica, que fue muy reducida o no llegó a calar. Los cambios
que se han producido en ese terreno en los tres últimos lustros lo han
hecho innecesario, aunque por desgracia no en todos los países por
igual. El continente africano y asiático y otros lugares más próximos a
nosotros siguen discriminando a las mujeres y a los homosexuales, y hace
unos días pude ver en televisión a unas chicas semi-desnudas
interrumpiendo la visita oficial a Alemania de Vladímir Putin, el
dictador neoestalinista de Rusia que persigue las libertades femeninas,
los derechos humanos y hostiga con sus bien entrenados matones a los
disidentes.
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