Michael G. Jacobides / Martin Bruncko / El País
La Unión Europea se ha quedado sin fuelle. Construida, en un
principio, para desactivar las tensiones existentes tras dos guerras mundiales
y ayudar a crear un mercado más amplio y profundo, después se transformó en un
club al que los países más pobres del sur de Europa y los antiguos miembros del
bloque soviético podían aspirar a pertenecer. Su éxito le otorgó una
legitimidad inmediata a ojos de sus ciudadanos. Pero desde que la crisis
financiera y económica interrumpieron el crecimiento y la convergencia, muchos
europeos han empezado a preguntarse si de verdad necesitamos la UE. El sur
sufre las duras medidas de austeridad y la pérdida de soberanía; el norte está
cada vez más molesto por tener que subvencionar a sus “hermanos
despilfarradores”, con políticos corruptos, aparatos del Estado ineficaces y
estilos de vida insostenibles. Con su justificación histórica desvanecida hace
tiempo, el proyecto de la UE afronta una crisis existencial.
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