Javier Marías / El País
Yo ya no sé si,
entre el grueso de la población, muchos se acuerdan de cómo nos regimos, ni de
por qué. Cuando se decide convivir en comunidad y en paz, se produce,
tácitamente o no, lo que suele conocerse como “contrato o pacto social”. No es
cuestión de remontarse aquí a Hobbes ni a Locke ni a Rousseau, menos aún a los
sofistas griegos. Se trata de ver y recordar a qué hemos renunciado
voluntariamente cada uno, y a cambio de qué. Los ciudadanos deponen parte de su
libertad de acción individual; abjuran de la ley del más fuerte, que nos
llevaría a miniguerras constantes y particulares, o incluso colectivas; se
abstienen de la acumulación indiscriminada de bienes basada en el mero poder de
adquirirlos y en el abuso de éste; evitan el monopolio y el oligopolio; se
dotan de leyes que ponen límites a las ansias de riqueza de unos pocos que
empobrecen al conjunto y ahondan las desigualdades. Se comprometen a una serie
de deberes, a refrenarse, a no avasallar, a respetar a las minorías y a los más
desafortunados. Se desprenden de buena parte de sus ganancias legítimas y la
entregan, en forma de impuestos, al Estado, representado transitoriamente por
cada Gobierno elegido (hablamos, claro está, de regímenes democráticos). Por
supuesto, dejan de lado su afán de venganza y depositan en los jueces la tarea
de impartir justicia, de castigar los crímenes y delitos del tipo que sean: los
asesinatos y las violaciones, pero también las estafas, el latrocinio, la
malversación del dinero
público e incluso el despilfarro injustificado.
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