Juan
Jacinto Muñoz Rengel
/ El País
Nacidos casi a la par que la democracia, los miembros de mi
generación llegamos al mundo con la idea de progreso cincelada en el
subconsciente. Crecimos al mismo tiempo que se desarrollaba el Estado de
bienestar, viendo cómo nuestras casas siempre se hacían más grandes, cómo los
coches eran cada vez mejores, cómo casas y coches se multiplicaban. Esa parecía
ser la norma que regía la vida de los hombres. Cursamos la educación
obligatoria, y luego el bachillerato y el COU y la universidad, porque era lo
que había que hacer. Fue más o menos entonces cuando empezamos a notar que algo
no iba bien. Vivimos nuestra primera crisis, la que en 1993 dobló la tasa del
paro. No supimos reaccionar, nunca pensamos que podía haber un abismo al final
del camino, y, como había a quienes no interesaba que siguiera subiendo la
cifra del desempleo, seguimos estudiando y realizamos doctorados o pagamos los
primeros másteres millonarios. En esa época, la realidad se estaba
reconfigurando para nosotros. Aparecieron las primeras ETT, los contratos
basuras, los contratos en prácticas, despertamos de repente en una espeluznante
existencia de becarios, de trabajos temporales y de un paro disuasorio y
recurrente.
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