Jorge Zepeda Patterson - Sin Embargo
"La vacunación vendrá como anillo al dedo que habrá de sufragar este verano. O así parece; veremos".
La jornada para vacunarse fue un suplicio. Nueve horas transcurridas la mayor parte de ellas bajo el sol para no perder lugar en la fila y en medio de angustiantes especulaciones por la implacable aritmética: los rumores que corren entre los ancianos informan de solo mil vacunas disponibles para los dos mil que esperamos calcinados por el calor. Es difícil evitar la indignación que deriva de una simple reflexión: hace casi un año que las autoridades sabían que este día habría de llegar, ¿qué, no hubo manera de organizarlo mejor? Y ya metidos en este infierno, ¿no podrían contar las vacunas que tienen en este centro y mandar a su casa al resto de la gente en lugar de hacerla esperar ocho horas para enterarse que no alcanzaron las dosis? En fin, nueve horas rumiando pensamientos insurreccionales ante nuestra desorganización e irresponsabilidad burocrática. Finalmente, a las cinco de la tarde hacen corte de caja y anuncian que solo ingresarán cincuenta personas más al centro de vacunación, me toca el lugar 42 y cruzó el portón con el ánimo del sobreviviente, y debo confesar que la exultación venció la incomodidad que tendría que haber causado el reclamo de los cientos que quedaron atrás. A partir de allí todo funciona con sorprendente eficiencia. Media hora más tarde estoy en la calle con una sonrisa gandhiana, exhumando un profundo agradecimiento. Me doy cuenta de que no soy el único; todos rebozan gratitud y se despiden de las enfermeras y siervos de la Nación como de sus nuevos mejores amigos.
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