Luis Rubio - El Siglo de Torreón
La desigualdad es una característica estructural de nuestro país: desde tiempos ancestrales, el origen social, la localización geográfica y las condiciones del entorno en que cada familia vive determinan un piso desigual. México no es excepcional en haber heredado tanto una estructura social como una orografía que crea condiciones sociopolíticas y económicas de desigualdad; en lo que México sí es excepcional respecto a innumerables países de similar nivel de producto per cápita es en haber fracasado (o, incluso, no intentado) crear condiciones para mejorar la probabilidad de éxito de toda la población, sin distingo alguno. De hecho, el problema radica en otro lado: muchos políticos tienen visiones maximalistas de tal magnitud que acaban siendo utópicas. Otros simplemente prefieren que persista la pobreza.
El discurso político sobre la desigualdad es generoso en retórica, pero parco en soluciones. Desde luego, no faltan propuestas de igualar hacia abajo a través de una redistribución radical del ingreso, lo que implicaría que hubiera muchos más pobres cuando lo que nuestra sociedad exige es tener muchos más ricos. Otras propuestas se concentran en atenuar los síntomas de la pobreza o de quienes no tienen acceso a los beneficios que genera la sociedad, sobre todo a través de subsidios que consisten en transferencias a familias pobres a cambio del cumplimiento de ciertos compromisos como llevar a los niños a la escuela y a los centros de salud, la esencia de programas como Oportunidades, Progresa y similares.
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