Luis Rubio - El Siglo de Torreón
“Yo soy Dios”, me dijo el flamante procurador. “Esta institución confiere un enorme poder de perseguir o perdonar”. Esas son las palabras que recuerdo de una visita a la procuraduría hace un tiempo y no me parecieron sorprendentes: el poder del gobierno mexicano no tiene parangón
en el mundo civilizado: cuando un funcionario acumula tanto poder -facultades tan vastas como para unilateralmente decidir quién vive y quién muere, quién queda libre y quién va a la cárcel- la civilización simplemente no existe; todos somos perdedores.
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