A fines de la década de 1980 daba la sensación de que para los economistas
Japón no podía equivocarse. Percibían una clara ventaja en la competitividad
japonesa respecto del Atlántico Norte en una amplia gama de industrias de
precisión de alta tecnología y de producción en masa de bienes transables.
También veían una economía que, desde el comienzo de la reconstrucción después
de la Segunda Guerra Mundial, había superado significativamente el crecimiento
esperado de las economías europeas. Y veían una economía que crecía mucho más
rápidamente que las del Atlántico Norte cuando tuvieron los mismos niveles
absolutos y relativos de productividad general.
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