Pedro Miguel - Periódico L;a Jornada
Por conveniencia política, por ignorancia de la realidad, por situaciones de sicosis colectiva o por una combinación de todas esas cosas, la clase política y los medios de Estados Unidos han recurrido, desde hace más de 200 años, a lanzar advertencias sobre toda clase de amenazas externas: peligros inminentes, riesgos potenciales, desafíos estratégicos o conjuras sombrías capaces de causar el derrumbe de la superpotencia y, por una extensión que en la visión de imperio resulta natural, del mundo libre o democrático.
La llamada cultura popular, que ni es tan cultura ni tan popular, sino producto comercial, tiene en esos amagos una abundante materia prima para generar, en clave simbólica, ataques de vampiros, invasiones alienígenas, pestes incontrolables, erupciones catastróficas, terremotos devastadores, oleadas de muertos vivientes, tormentas desastrosas, meteoritos apocalípticos y hasta alteraciones de los polos magnéticos del planeta capaces de acabar con la civilización. Y sin recurrir a simbolismo alguno abreva también en peligros exagerados o inventados para convertir cualquier trama que se desarrolle en algún país africano, en una nación latinoamericana o en una república ex soviética en causal de fin del mundo. Entre las productoras cinematográficas y los discursos del Departamento de Estado se ha ido estableciendo una relación compleja en la que las paranoias se aprovechan mutuamente para mantener en permanente estado de agitación y terror a sectores poblacionales de un país que, hasta una fecha tan tardía como el 29 de agosto de 1949 –momento del primer ensayo nuclear soviético–, había vivido exento de amenazas serias a su territorio continental.
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