La etapa
de acumulación financiera iniciada en los años setenta atraviesa hoy por una
fase de madurez que augura un cambio de paradigma, no solo económico sino
también institucional y de democracia representativa
Enrique Gil Calvo / El País
Hace poco asistí a una mesa
redonda en un congreso de sociología donde se debatía la crisis sistémica. Allí
pude argumentar que nuestra profesión no ha sabido proponer un relato propio
sobre la crisis, pues se ha limitado a criticar sus efectos en materia de
recorte de derechos y ascenso del desclasamiento y la desigualdad. Por tanto,
el único relato maestro con que contamos sobre la crisis es el propuesto por el
pensamiento económico dominante. Según su paradigma, la crisis fue causada por
la irrupción de una contingencia imprevista, emergida por generación espontánea
de la mano invisible del mercado, que
rompió el equilibrio general del sistema. Y desde entonces los mercados han
quedado colapsados por un desequilibrio sistémico autosostenido, como si se
hubieran “colgado” entrando en un bucle sinfín. De ahí la necesidad de
“resetear” el sistema mediante un choque de ajustes estructurales de cualquier
signo capaces de reequilibrarlo, ya sean estímulos expansivos a lo
Bernanke-Obama o devaluaciones internas a lo Merkel-Schauble.
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