Paul Krugman / El País
Hace una generación, Japón era admirado —y temido— por todos
por ser un dechado de virtudes económicas. Los best sellers de temas
empresariales ponían guerreros samuráis en la portada y prometían enseñar los
secretos de la gestión japonesa; las novelas de suspense de autores como
Michael Crichton describían a las empresas japonesas como gigantes imparables
que afianzaban rápidamente su dominio sobre los mercados mundiales.
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