Si en amplias capas de la sociedad se justifican
los comportamientos recurriendo a justificaciones del tipo “así funcionan las
cosas” y se normaliza que lo amoral es inteligente, el resultado es un país
enfermo y desquiciado
Emilio Trigueros / El País
Al investigar los
fundamentos de la ética en su Crítica de la razón práctica,
Kant no pretendía ofrecer una serie de buenas prácticas y recomendaciones
útiles: aspiraba a demostrar que la razón moral que habita el interior de toda
persona seguía una ley central, del mismo modo que el movimiento de los astros
cumplía la ley de la gravedad. Como es sabido, Kant expresó esa ley de la razón
moral así: obra siempre de manera que puedas desear que tu comportamiento se
convierta en legislación universal. En sus obras, Kant expuso distintos
ejemplos de zonas grises morales, que proponía resolver determinando si sería
posible una sociedad en la que todos se comportaran de esa manera. Aplicado ese
método al pasado reciente de nuestro país, rendiría algo así como esto: cada
vez que un líder político se rodeó de una guardia de fieles en vez de abrir su
organización a los mejores; cada vez que un directivo tomó decisiones que
ponían en juego irrazonablemente el futuro de su empresa, pensando en maximizar
su bonus; cada vez que un analista no advirtió a sus jefes con suficiente
insistencia del riesgo de una operación; todos ellos creían habitar en esa zona
gris del realismo y de las justificaciones genéricas del tipo “así es como
funcionan las cosas”. Por desgracia, la conclusión de la prueba de Kant está a
la vista: si en amplias capas de la sociedad cunden esos comportamientos
individuales, si se normaliza que lo amoral es inteligente, el resultado es un
país enfermo y desquiciado.
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