Me pongo de pie y escribo en voz alta el nombre de Dolores Plá, una
incansable constructora de la casa para el exilio que es la memoria
Ronda la amnesia cuando al paso del
tiempo decrece el número de testigos, descendientes y beneficiarios del
exilio español que llegó a México hace exactamente setenta y cinco años.
Se percibe un incómodo silencio y una necia neblina de olvido cuando se
ha vuelto común escuchar al vuelo que alguien declara su hartazgo o
incluso aburrimiento ante cualesquier retazo o remanente de lo que fue
el horror del polvo y de la pólvora, los muertos y los abusos de todos
los bandos, la confusión de banderas y la tarantela hipnótica de los
himnos, no sólo durante eso que llamamos La Guerra Civil,
sino también cuando evocamos a los miles de refugiados que se
transterraron y resucitaron en México para honra de tantos campos donde
florecieron. Es obligación de conciencia apuntalar entonces –de diario,
de obra y sin omisión—lo que podríamos llamar el hogar para el exilio:
hablo de la memoria que está en las caras arrugadas de los que aún viven
para contarlo y en las páginas que parecen amarillear con la ira
superada, las lágrimas disecadas y la dignidad intacta del perdón. Hablo
de que el hogar de nuestros exilios es la casa donde se sembraron los
nombres de los ancestros, así como de los anónimos y las vidas truncadas
de quienes jamás imaginaron que sus hechos y sus palabras hallarían eco
lejos de las trincheras de Belchite, los gritos o las bombas en las
ciudades, las horas que memorizó el Ebro o los escombros del Alcázar en
Toledo
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