miércoles, 16 de julio de 2014

UN HOGAR PARA EL EXILIO

Me pongo de pie y escribo en voz alta el nombre de Dolores Plá, una incansable constructora de la casa para el exilio que es la memoria

Ronda la amnesia cuando al paso del tiempo decrece el número de testigos, descendientes y beneficiarios del exilio español que llegó a México hace exactamente setenta y cinco años. Se percibe un incómodo silencio y una necia neblina de olvido cuando se ha vuelto común escuchar al vuelo que alguien declara su hartazgo o incluso aburrimiento ante cualesquier retazo o remanente de lo que fue el horror del polvo y de la pólvora, los muertos y los abusos de todos los bandos, la confusión de banderas y la tarantela hipnótica de los himnos, no sólo durante eso que llamamos La Guerra Civil, sino también cuando evocamos a los miles de refugiados que se transterraron y resucitaron en México para honra de tantos campos donde florecieron. Es obligación de conciencia apuntalar entonces –de diario, de obra y sin omisión—lo que podríamos llamar el hogar para el exilio: hablo de la memoria que está en las caras arrugadas de los que aún viven para contarlo y en las páginas que parecen amarillear con la ira superada, las lágrimas disecadas y la dignidad intacta del perdón. Hablo de que el hogar de nuestros exilios es la casa donde se sembraron los nombres de los ancestros, así como de los anónimos y las vidas truncadas de quienes jamás imaginaron que sus hechos y sus palabras hallarían eco lejos de las trincheras de Belchite, los gritos o las bombas en las ciudades, las horas que memorizó el Ebro o los escombros del Alcázar en Toledo

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