Jesús Silva-Hérzog - El Siglo de Torreón
Desde su fundación, Estados Unidos se imaginó como una excepción. Un país que guiaría al planeta en la senda de la libertad, un modelo que nadie podría superar. A este pueblo le ha sido reservado el decidir si las sociedades humanas pueden establecer un gobierno basado en la razón, dijo Hamilton en una de las primeras entregas de El federalista. Estados Unidos sería el primer país en el mundo que podría escapar la imposición de los ancestros o la de los violentos. Ni la brutalidad de la fuerza ni los absurdos de la tradición: un gobierno diseñado a través de la razón y sostenido con la voluntad libre de los ciudadanos.
De esa fantasía proviene la idea de que la norteamericana es una política incomparable. Aún en el espacio académico se sigue alimentando ese cuento del excepcionalismo. Para entender sus mecanismos y sus procesos basta su propia historia y sus propias fuentes. El provincianismo de su inteligencia impidió apreciar la amenaza que tuvieron frente a la nariz. Aún los medios más liberales tendían a restarle importancia a la victoria electoral de Trump. Su retórica era estridente, pero, en el fondo, no representaba un peligro serio para la vida democrática de los Estados Unidos. Los partidos, los medios, las instituciones serían lo suficientemente fuertes para domar a la bestia.
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