- El activista asesinado emprendió la titánica tarea de identificar los cuerpos que aparecían en fosas clandestinas
JUAN DIEGO QUESADA / México / El País
“Alguien tiene que hacerlo, ¿no? Ya está bien de güey”, decía Miguel Ángel Jiménez mientras conducía una camioneta en dirección a la montaña. Era un mediodía caluroso y las ruedas levantaban polvo a medida que el vehículo se internaba en un camino de tierra. En la parte trasera se apelotonaban hombres de gesto duro armados con picos y palas.
Íbamos a desenterrar cadáveres.
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