Vuelve el prestigio del azar, quizá porque descubrimos que tanta sabiduría no garantiza la felicidad
Manuel Cruz / El País
La suerte, podríamos afirmar a modo de definición de urgencia, es un
azar positivo. También existe un azar negativo (por eso se puede hablar
de “mala suerte”), pero el hecho de que cuando la palabra no viene
adjetivada demos por descontado que nos referimos a la buena resulta en
sí mismo revelador. Durante gran parte de la historia de nuestra
cultura, el azar constituía el enorme territorio de lo que ocurría al
margen de nosotros o, mejor, de lo que nos sobrevenía sin que hubiéramos
hecho nada para que ocurriera. Se diría que con el tiempo el hombre ha
ido conquistando, de forma implacable, también esa región de la
experiencia. No siempre ha sido una conquista voluntaria: en ocasiones
la suerte nos ha llegado sin pretenderlo o pretendiendo otra cosa (la
celebrada serendipity), en tanto que en otras hemos intentado, un tanto presuntuosamente, atribuírnosla ex post facto(“la suerte para el que la busca”, suele ser la fórmula favorita de los que pretenden convertirla en mérito propio).
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