David Ibarra / El Universal
A la memoria de Carlos Monsiváis y Carlos Montemayor
Sin duda, el retroceso del autoritarismo mexicano, la alternancia en el poder, el fortalecimiento de los partidos políticos han ensanchado los márgenes de la crítica pública. Sin embargo, subsisten trabas en la esfera económica que se explican por intensidad del juego de los intereses creados y la avalancha ideológica que ensalzan a la eficiencia y capacidad autorregulatoria de los mercados, mientras ven en el Estado el origen de todos los males.
En el libro la Reprivatización fracasada (publicado por el Centro Espinosa Yglesias) Francisco Suárez, sin decirlo arremete contra esas murallas silenciadoras y, con sobrada razón, contra los prejuicios que han perneado y degradado decisiones fundamentales de la política económica. De su texto se desprende nítidamente la noción de que Estado y mercado, como instituciones humanas, son falibles, cometen errores sobre todo cuando no conjugan fuerzas, cuando toman prestadas soluciones a los problemas nacionales.
Suárez censura la nacionalización de la banca por abrir en lo interno brechas políticas enormes entre empresarios y gobierno y, en lo externo, entre las estrategias nacionales y los imperativos de la libertad sin fronteras de la globalización; pero con igual rigor critica la “leyenda negra” sobre el manejo de los bancos nacionalizados cuando a ello se atribuye el colapso posterior del sistema bancario. Para Francisco Suárez, la historia es otra. La banca gubernamental sobrellevó con donaire la crisis de 1982, sin mayor costo fiscal, sin desproteger de servicios a la planta productiva nacional, sin causar la debacle sistémica de las instituciones financieras, como ocurrió en 1995.
La reprivatización de la banca, observa Suárez, fue realizada con el más depurado cuidado jurídico. No afirma lo mismo del lado económico. En aras de construir competencia se multiplicaron las licencias para nuevos bancos, casi todos pequeños, sin experiencia o capacidades profesionales.
Las subastas para la venta de las instituciones tuvieron como principio rector el precio o el sobreprecio, no la calidad técnica de los adquirentes. La euforia crediticia de la desregulación rebasó a los sistemas de supervisión y control; se permitieron violaciones a los requisitos de capitalización, así como autopréstamo a los accionistas o el ascenso inmoderado de las carteras vencidas.
A los hechos microeconómicos reseñados se sumaron desajustes macroeconómicos crecientes que no se enmendaron a tiempo. La creencia de que con finanzas públicas equilibradas e inflación a la baja, no hay motivo mayor de preocupación, resultó falsa. Se siguió abusando del tipo de cambio como ancla de los precios; el déficit de la balanza de pagos llegó al 9% del producto (1994); la sobrevaluación del peso se dejó correr con un desliz cambiario insuficiente, pensando que el influjo de capitales externos a la vez el que lo explicaba lo compensaría; la deuda pública externa neta creció 51% entre 1993 y 1994, hasta llegar a 72 mil millones de dólares, incluidos alrededor de 30 mil millones de Tesobonos con vencimiento de corto plazo y con garantía cambiaria.
Los problemas de asimilar simultáneamente la aglomeración de reformas y desequilibrios (Tratado de Libre Comercio, liberación financiera, desregulación de la cuenta de capitales, desincorporación de la banca, desajustes de pagos) se conjugan a mediados de la década de los 90 para producir la doble crisis bancaria y cambiaria que asoló al país y cuyos efectos nocivos todavía persisten.
Por supuesto la devaluación y el draconiano programa de ajuste subsecuente (depreciación cambiaria del 50%, alza mayúscula en las tasas de interés, aumento de las tarifas del sector público), ahondó la debacle bancaria al elevar las carteras vencidas, multiplicar las quiebras de los negocios y, en general, reducir la capacidad de pago de las empresas y de la población.
No terminan ahí los episodios desafortunados. Suárez analiza los vericuetos del rescate bancario que determinan un costo del 20% del producto a cargo de los contribuyentes, con generoso subsidio a los bancos (principalmente mediante la sustitución de las carteras emponzoñadas por papel gubernamental sin riesgo) y poco a los deudores. Luego viene la extranjerización de la propiedad del grueso (85%) del sistema bancario junto a la negativa de integrar Bancomer y Banamex en una institución de primer mundo.
Después de ese largo periplo de reformas financieras, los resultados que se infieren del texto de Suárez, son desalentadores.
1. La represión del crédito a la formación de capital y a la producción es más astringente que nunca, a pesar que solucionarla había sido el propósito central de las reformas emprendidas. En términos reales, la cartera conjunta de la banca comercial y la de desarrollo ha caído del 63% al 21% del producto entre 1985 y 2008, configurando uno de los más bajos coeficientes del mundo.
2. Con la extranjerización, el país ha cedido el control del Sistema Nacional de Pagos, cuestión que repudiaron Roosevelt, Margaret Thatcher, Ortiz Mena y Carlos Salinas.
3. El Banco de México ha extraviado su empuje innovador para limitarse a esterilizar antiinflacionariamente y con pérdida, las entradas de divisas de corto plazo, hasta registrar capital contable negativo en su balance.
4. La banca comercial en vez de servir a las empresas nacionales, presta casi todo al consumo con altísimas tasas de interés o al gobierno, sin asumir riesgo alguno.
5. La banca de desarrollo, despojada de su papel promocional, se reduce a redescontar el papel de una banca comercial que no financia a la producción.
No sólo la reprivatización bancaria fracasó, también quedó coja la reconstrucción del Sistema Financiero Nacional. Habría que recomenzar la tarea, sin pretensión alguna de volver atrás ante el cambio de circunstancias, de exigencias, del mundo moderno. Así resumo el mensaje objetivo de Francisco Suárez.
Economista
A la memoria de Carlos Monsiváis y Carlos Montemayor
Sin duda, el retroceso del autoritarismo mexicano, la alternancia en el poder, el fortalecimiento de los partidos políticos han ensanchado los márgenes de la crítica pública. Sin embargo, subsisten trabas en la esfera económica que se explican por intensidad del juego de los intereses creados y la avalancha ideológica que ensalzan a la eficiencia y capacidad autorregulatoria de los mercados, mientras ven en el Estado el origen de todos los males.
En el libro la Reprivatización fracasada (publicado por el Centro Espinosa Yglesias) Francisco Suárez, sin decirlo arremete contra esas murallas silenciadoras y, con sobrada razón, contra los prejuicios que han perneado y degradado decisiones fundamentales de la política económica. De su texto se desprende nítidamente la noción de que Estado y mercado, como instituciones humanas, son falibles, cometen errores sobre todo cuando no conjugan fuerzas, cuando toman prestadas soluciones a los problemas nacionales.
Suárez censura la nacionalización de la banca por abrir en lo interno brechas políticas enormes entre empresarios y gobierno y, en lo externo, entre las estrategias nacionales y los imperativos de la libertad sin fronteras de la globalización; pero con igual rigor critica la “leyenda negra” sobre el manejo de los bancos nacionalizados cuando a ello se atribuye el colapso posterior del sistema bancario. Para Francisco Suárez, la historia es otra. La banca gubernamental sobrellevó con donaire la crisis de 1982, sin mayor costo fiscal, sin desproteger de servicios a la planta productiva nacional, sin causar la debacle sistémica de las instituciones financieras, como ocurrió en 1995.
La reprivatización de la banca, observa Suárez, fue realizada con el más depurado cuidado jurídico. No afirma lo mismo del lado económico. En aras de construir competencia se multiplicaron las licencias para nuevos bancos, casi todos pequeños, sin experiencia o capacidades profesionales.
Las subastas para la venta de las instituciones tuvieron como principio rector el precio o el sobreprecio, no la calidad técnica de los adquirentes. La euforia crediticia de la desregulación rebasó a los sistemas de supervisión y control; se permitieron violaciones a los requisitos de capitalización, así como autopréstamo a los accionistas o el ascenso inmoderado de las carteras vencidas.
A los hechos microeconómicos reseñados se sumaron desajustes macroeconómicos crecientes que no se enmendaron a tiempo. La creencia de que con finanzas públicas equilibradas e inflación a la baja, no hay motivo mayor de preocupación, resultó falsa. Se siguió abusando del tipo de cambio como ancla de los precios; el déficit de la balanza de pagos llegó al 9% del producto (1994); la sobrevaluación del peso se dejó correr con un desliz cambiario insuficiente, pensando que el influjo de capitales externos a la vez el que lo explicaba lo compensaría; la deuda pública externa neta creció 51% entre 1993 y 1994, hasta llegar a 72 mil millones de dólares, incluidos alrededor de 30 mil millones de Tesobonos con vencimiento de corto plazo y con garantía cambiaria.
Los problemas de asimilar simultáneamente la aglomeración de reformas y desequilibrios (Tratado de Libre Comercio, liberación financiera, desregulación de la cuenta de capitales, desincorporación de la banca, desajustes de pagos) se conjugan a mediados de la década de los 90 para producir la doble crisis bancaria y cambiaria que asoló al país y cuyos efectos nocivos todavía persisten.
Por supuesto la devaluación y el draconiano programa de ajuste subsecuente (depreciación cambiaria del 50%, alza mayúscula en las tasas de interés, aumento de las tarifas del sector público), ahondó la debacle bancaria al elevar las carteras vencidas, multiplicar las quiebras de los negocios y, en general, reducir la capacidad de pago de las empresas y de la población.
No terminan ahí los episodios desafortunados. Suárez analiza los vericuetos del rescate bancario que determinan un costo del 20% del producto a cargo de los contribuyentes, con generoso subsidio a los bancos (principalmente mediante la sustitución de las carteras emponzoñadas por papel gubernamental sin riesgo) y poco a los deudores. Luego viene la extranjerización de la propiedad del grueso (85%) del sistema bancario junto a la negativa de integrar Bancomer y Banamex en una institución de primer mundo.
Después de ese largo periplo de reformas financieras, los resultados que se infieren del texto de Suárez, son desalentadores.
1. La represión del crédito a la formación de capital y a la producción es más astringente que nunca, a pesar que solucionarla había sido el propósito central de las reformas emprendidas. En términos reales, la cartera conjunta de la banca comercial y la de desarrollo ha caído del 63% al 21% del producto entre 1985 y 2008, configurando uno de los más bajos coeficientes del mundo.
2. Con la extranjerización, el país ha cedido el control del Sistema Nacional de Pagos, cuestión que repudiaron Roosevelt, Margaret Thatcher, Ortiz Mena y Carlos Salinas.
3. El Banco de México ha extraviado su empuje innovador para limitarse a esterilizar antiinflacionariamente y con pérdida, las entradas de divisas de corto plazo, hasta registrar capital contable negativo en su balance.
4. La banca comercial en vez de servir a las empresas nacionales, presta casi todo al consumo con altísimas tasas de interés o al gobierno, sin asumir riesgo alguno.
5. La banca de desarrollo, despojada de su papel promocional, se reduce a redescontar el papel de una banca comercial que no financia a la producción.
No sólo la reprivatización bancaria fracasó, también quedó coja la reconstrucción del Sistema Financiero Nacional. Habría que recomenzar la tarea, sin pretensión alguna de volver atrás ante el cambio de circunstancias, de exigencias, del mundo moderno. Así resumo el mensaje objetivo de Francisco Suárez.
Economista
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