viernes, 10 de septiembre de 2010

DIÁLOGO Y RENDICIÓN DE CUENTAS

Manlio Fabio Beltrones / El Universal
Al iniciar el periodo ordinario de sesiones, era usual que el Presidente de la República acudiera a la apertura a presentar un informe sobre el estado de la Administración Pública Federal. Dada la configuración del régimen presidencial mexicano, al acotarse las llamadas facultades metaconstitucionales del Ejecutivo federal que hacían transcurrir la política, el primero de septiembre llegó a convertirse en la única oportunidad institucional en que los poderes Legislativo y Ejecutivo se encontraban reunidos, así fuera para escuchar un mensaje presidencial. Con la llegada de un mayor pluralismo político y la alternancia de partidos en todos los niveles de gobierno, el llamado Día del Presidente se fue transformando en un riesgo al extremo de que en septiembre de 2006, el titular del Ejecutivo federal no pudo ingresar al recinto congresional. Del día en que se quemaba incienso al Presidente, pasamos, lamentablemente, al día en que se ofendía al Presidente. Mala ruta.
Tras el ambiente de intensa polarización en la elección presidencial del 2006, en el marco de la Ley para la Reforma del Estado, las fuerzas políticas representadas en el Congreso aceptaron cambiar el formato del informe e iniciar el camino hacia un modelo de rendición de cuentas basado en la entrega del informe por escrito, la eventual presencia del Ejecutivo federal en los recintos camarales, la pregunta parlamentaria y las comparecencias de altos servidores públicos bajo protesta de decir verdad. El cambio evita, en lo fundamental, que una obligación de acudir en un tiempo y lugar específico fuera, para algunos, la oportunidad de generar una crisis constitucional, como estaba sucediendo.
No obstante que ya las condiciones son distintas, el Ejecutivo federal ha optado por la estrategia del avestruz, escondiendo la cabeza cuando el cuerpo es tan obvio, antes que rendir cuentas y responder preguntas parlamentarias directamente al Congreso. Ante tal evasiva, la relación entre el Poder Legislativo y el Poder Ejecutivo tiende, por desgracia, más a la opacidad y el desencuentro que al diálogo, la transparencia y la cooperación.
Hoy, son muchas las preguntas que tenemos los mexicanos al Presidente. No es comprensible, salvo en la opacidad, que si las cosas van bien en el discurso del gobierno, la enorme mayoría de ciudadanos tenga una percepción diferente en la vida cotidiana. Si es que estamos creciendo, por qué los empleos son tan escasos y el bienestar no llega; cuál es la expectativa de recuperar pronto la seguridad pública, cuándo es que terminará la espiral de muerte y violencia que estamos viviendo; por qué se ha incrementado el gasto corriente y los subejercicios y retención de recursos a los estados y municipios, al tiempo que se les exigen mayores compromisos y resultados en la atención a las causas ciudadanas; qué ha pasado con los recursos excedentes del petróleo, presupuestado en 59 dólares el barril y cuyo precio promedio de la mezcla mexicana ha rondado los 70 dólares; por qué, disponiendo el gobierno federal de los presupuestos más altos en la historia del país, los resultados son tan exiguos; cómo es que la pobreza ha repuntado en el país.
En el debate público no hay, no puede haber, preguntas incómodas. Un gobernante con buenos argumentos puede salir muy fortalecido del diálogo más áspero. El diálogo fortalece porque integra lo diverso y motiva la acción política. El discurso complaciente, por su parte, debilita, puede generar más dudas y, por ende, aislamiento si prevalecen.
De ahí la necesidad de alcanzar reformas institucionales que ordenen el ejercicio del poder político. Insisto en la urgencia de pasar de un gobierno dividido e ineficaz a un esquema de cooperación, orden y responsabilidades compartidas en el ejercicio del gobierno. Para lo anterior, resulta indispensable impulsar la modernización del régimen presidencial mexicano por medio de instrumentos de construcción de respaldo legislativo, tales como la ratificación de integrantes del gabinete, las iniciativas preferentes, la reconducción presupuestal, o mayor participación ciudadana. Se trata de que la relación entre lo diverso se vuelva más efectiva, sin que sacrifiquemos representatividad social o se debiliten las facultades presidenciales.
Estamos celebrando 200 años del inicio de la gesta de Independencia nacional. Hace dos siglos empezamos la construcción de una gran nación. Ciertamente, la mejor manera de celebrarlo sería lograr ponernos de acuerdo en lo que el país requiere, que es orden, seguridad, crecimiento, empleo y justicia, como la mejor manera de afirmar nuestra democracia y soberanía. Sin simulaciones, con diálogo y rendición de cuentas, podremos aspirar a un mejor destino.

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