- El conflicto sigue en Michoacán, el narco se ha balcanizado y muy pocos creen en las autodefensas
José Zamora Méndez es un hombre sencillo. De lunes a viernes, en horario de mañana y tarde, trabaja en el Panteón Municipal de Apatzingán.
Y también, cuando hay demanda, los fines de semana. Por quincena le
pagan 3.302 pesos (192 euros). Es muy poco, sobre todo si se tiene en
cuenta que maneja el instrumento más preciso para medir la muerte en
Tierra Caliente: la pala del enterrador. Con ella en la mano, sentencia
que pocas cosas han cambiado en esta azotada región del sur del México. A
los pobres se les sigue enterrando en montículos de tierra bajo una
cruz de madera, y a los “demasiado ricos”, como dice Zamora, en rosados
panteones de inspiración dórica, equipados de aljibes, placa solar, aire
acondicionado y hasta asadores para celebrar al fallecido. Un universo
abigarrado que el sepulturero contempla sin ningún entusiasmo. “A mí que
me entierren en tierra, uno se consume rápidamente y se puede marchar
mucho antes de aquí”
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