Adolfo Sánchez Rebolledo / La Jornada
En un artículo publicado en El Financiero, Enrique Quintana nos recuerda que
hace seis años, un 15 de septiembre como hoy, detonó la peor crisis financiera que ha vivido el mundo desde la Gran Depresión del siglo pasado. El sueño neoliberal que se había entronizado como pensamiento único se derrumbó ante nuestros ojos haciendo evidente la debilidad del capitalismo, la fragilidad de las relaciones construidas sobre el espejismo de la ganancia obtenida a cualquier precio. Los efectos de la explosión de la burbuja inmobiliaria en Estados Unidos se desplazaron como las plagas míticas destruyéndolo todo a su paso, con lo cual se vino a desmentir la naturaleza misma de la globalización. Las grandes economías, en particular Estados Unidos y Europa, adoptaron medidas de emergencia, subrayando en más o en menos una óptica defensiva y conservadora, dictada por los grandes intereses representados por las derechas. En contraste, aparecieron voces críticas en todos los circuitos, así como reflexiones académicas cuestionando la
sabiduría convencionalinstalada en los cuartos de mando de la economía real y, lo más trascendente, se desplegaron movilizaciones ciudadanas exigiendo un profundo cambio de ruta, capaz de poner por delante una agenda construida a la altura de las necesidades humanas por encima de los productos financieros. El saldo de esos días fue el reconocimiento universal de la desigualdad como un componente indeseable de toda verdadera solución de la crisis. Y sus efectos llegaron más lejos, pues la sacudida se hizo sentir a través de inesperados impulsos democráticos, como ocurrió con la frustrada primavera árabe. Pero las maniobras de los grandes poderes para controlar la situación económica y restaurar el orden se propusieron no perjudicar al uno por ciento de la población que son los privilegiados del sistema, dejando la puerta abierta a una recaída cuyas consecuencias serían imprevisibles.
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