La reforma legal prioriza el pago de la deuda a cualquier otra partida
¿Cómo se va a lograr la convergencia real respecto a los países más ricos?
JOAQUÍN ESTEFANÍA / EL PAÍS
España introdujo en su Constitución hace unos meses, a través de una reforma de extrema urgencia y sin apenas debate, la regla de oro del equilibrio presupuestario que se ha aprobado ahora con carácter obligatorio en la cumbre de Bruselas. Hasta ahora no sirvió: la prima de riesgo siguió apretando y los mercados no se calmaron. Con ello se acabó con una herramienta clásica de la política económica (utilizada tanto por los conservadores como por los socialdemócratas) como es el uso del déficit público en tiempos duros o para avanzar en la convergencia real con los países más avanzados. No se ha tenido en cuenta que fue la crisis financiera la que causó el aumento del déficit público y de la deuda soberana, y no el déficit y la deuda los que trajeron la Gran Recesión.
Las preguntas de antaño se multiplican ahora: ¿con qué políticas públicas va a contar España, y los otros países afectados, para acortar el déficit de convergencia real con los países ricos, máxime en una coyuntura larga de estancamiento como la de ahora?; ¿cómo se va a generar actividad en la parte baja del ciclo económico?; ¿con qué argumentos se va a aplicar la ley de Economía Sostenible, que trata de modificar un modelo de crecimiento basado en el ladrillo y el turismo barato, sin herramientas públicas de transformación?
Con ser aquello contradictorio, lo peor de la reforma del artículo 135 de la Constitución está en otro lugar: cuando se afirma que el pago de la deuda pública "gozará de prioridad absoluta". La constitucionalidad del pago de la deuda (la lógica de los mercados) frente a la ausencia de constitucionalidad, con el mismo estatus, del pago de las pensiones, la educación, la sanidad, el seguro de desempleo (lógica de los ciudadanos)..., genera un problema de democracia, no solo de economía. No se defiende, ni mucho menos, el impago de la deuda, que si se produce haría de España un país con muchísimos más sacrificios para sus gentes, sino que se plantea un dilema: en caso de dinero escaso (casi todas las coyunturas en sociedades con necesidades básicas por cubrir), el Ejecutivo de turno ya no tendrá ocasión de hacer equilibrios (practicar la política, renegociar los tipos de interés o los plazos), sino que no tendrá más remedio que ir en detrimento de los intereses cotidianos de los ciudadanos por exigencia constitucional: lo primero será pagar a los acreedores. En caso de dificultades habrá que recortar las principales partidas presupuestarias internas (a no ser que se suban los impuestos). Ni siquiera el Consenso de Washington fue tan allá.
La Constitución se va convirtiendo en un artefacto antipático, y en el límite habrá más ciudadanos que hasta ahora, afectados por las políticas de austeridad permanente, que intenten conjugar el concepto de "deuda odiosa", aquella que el derecho internacional considera contraída, creada y utilizada contra los intereses de la gente de un país.
Lo que se ha aprobado en la cumbre de Bruselas suena esotérico cuando el problema principal es el estancamiento de la economía y sus consecuencias en materia de desempleo y del empobrecimiento de las clases medias. En el extremo, un sistema no fracasa si no puede ayudar a sus bancos, tiene un déficit alto, no paga su deuda o no retorna en el corto plazo a los equilibrios macroeconómicos (que son objetivos intermedios). Lo hace si no puede asegurar el bienestar de sus ciudadanos, si los hijos de estos no pueden vivir mejor que sus padres y se rompe la cadena del progreso. ¿Cómo evitar la sensación, cumbre tras cumbre, de que las medidas que se aprueban se aplican no por las necesidades de la mayoría de los ciudadanos europeos, sino por la ideología de los que allí mandan y por las de la política interna de los países más poderosos?
Si se estudian con distancia las conclusiones de la reunión de los jefes de Gobierno de los Veintisiete, se recuerdan las palabras de Keynes cuando, alejado de las recetas y sobre todo de la forma de pensar de los economistas más ortodoxos, escribió: "Uno podría leer las entrañas de las ovejas, como hacían los romanos, con tanta seguridad como se hacen las predicciones de los mercados".
¿Cómo se va a lograr la convergencia real respecto a los países más ricos?
JOAQUÍN ESTEFANÍA / EL PAÍS
España introdujo en su Constitución hace unos meses, a través de una reforma de extrema urgencia y sin apenas debate, la regla de oro del equilibrio presupuestario que se ha aprobado ahora con carácter obligatorio en la cumbre de Bruselas. Hasta ahora no sirvió: la prima de riesgo siguió apretando y los mercados no se calmaron. Con ello se acabó con una herramienta clásica de la política económica (utilizada tanto por los conservadores como por los socialdemócratas) como es el uso del déficit público en tiempos duros o para avanzar en la convergencia real con los países más avanzados. No se ha tenido en cuenta que fue la crisis financiera la que causó el aumento del déficit público y de la deuda soberana, y no el déficit y la deuda los que trajeron la Gran Recesión.
Las preguntas de antaño se multiplican ahora: ¿con qué políticas públicas va a contar España, y los otros países afectados, para acortar el déficit de convergencia real con los países ricos, máxime en una coyuntura larga de estancamiento como la de ahora?; ¿cómo se va a generar actividad en la parte baja del ciclo económico?; ¿con qué argumentos se va a aplicar la ley de Economía Sostenible, que trata de modificar un modelo de crecimiento basado en el ladrillo y el turismo barato, sin herramientas públicas de transformación?
Con ser aquello contradictorio, lo peor de la reforma del artículo 135 de la Constitución está en otro lugar: cuando se afirma que el pago de la deuda pública "gozará de prioridad absoluta". La constitucionalidad del pago de la deuda (la lógica de los mercados) frente a la ausencia de constitucionalidad, con el mismo estatus, del pago de las pensiones, la educación, la sanidad, el seguro de desempleo (lógica de los ciudadanos)..., genera un problema de democracia, no solo de economía. No se defiende, ni mucho menos, el impago de la deuda, que si se produce haría de España un país con muchísimos más sacrificios para sus gentes, sino que se plantea un dilema: en caso de dinero escaso (casi todas las coyunturas en sociedades con necesidades básicas por cubrir), el Ejecutivo de turno ya no tendrá ocasión de hacer equilibrios (practicar la política, renegociar los tipos de interés o los plazos), sino que no tendrá más remedio que ir en detrimento de los intereses cotidianos de los ciudadanos por exigencia constitucional: lo primero será pagar a los acreedores. En caso de dificultades habrá que recortar las principales partidas presupuestarias internas (a no ser que se suban los impuestos). Ni siquiera el Consenso de Washington fue tan allá.
La Constitución se va convirtiendo en un artefacto antipático, y en el límite habrá más ciudadanos que hasta ahora, afectados por las políticas de austeridad permanente, que intenten conjugar el concepto de "deuda odiosa", aquella que el derecho internacional considera contraída, creada y utilizada contra los intereses de la gente de un país.
Lo que se ha aprobado en la cumbre de Bruselas suena esotérico cuando el problema principal es el estancamiento de la economía y sus consecuencias en materia de desempleo y del empobrecimiento de las clases medias. En el extremo, un sistema no fracasa si no puede ayudar a sus bancos, tiene un déficit alto, no paga su deuda o no retorna en el corto plazo a los equilibrios macroeconómicos (que son objetivos intermedios). Lo hace si no puede asegurar el bienestar de sus ciudadanos, si los hijos de estos no pueden vivir mejor que sus padres y se rompe la cadena del progreso. ¿Cómo evitar la sensación, cumbre tras cumbre, de que las medidas que se aprueban se aplican no por las necesidades de la mayoría de los ciudadanos europeos, sino por la ideología de los que allí mandan y por las de la política interna de los países más poderosos?
Si se estudian con distancia las conclusiones de la reunión de los jefes de Gobierno de los Veintisiete, se recuerdan las palabras de Keynes cuando, alejado de las recetas y sobre todo de la forma de pensar de los economistas más ortodoxos, escribió: "Uno podría leer las entrañas de las ovejas, como hacían los romanos, con tanta seguridad como se hacen las predicciones de los mercados".
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