Mauricio Merino / El Universal
Mientras más se acerca el final de este sexenio, más se abulta la agenda pública de México. Como si el 2012 no significara el cambio de gobierno sino el fin del mundo, cada vez hay más temas que atender, más pendientes que se añaden a la lista y nuevas ocurrencias. No es que el tamaño creciente de la agenda pública sea algo necesariamente malo. Pero sí lo es que la multiplicación de asuntos —unos viejos, otros nuevos y varios reciclados— no produzca prioridades claras, ni diagnósticos comunes, ni salidas dignas. Tal como están las cosas, hay muchos temas conflictivos y pocas soluciones.
De seguir así, el sexenio de Felipe Calderón terminaría con un largo listado de promesas seguido de otro aún más largo de culpables y razones por las que nunca se cumplieron. Si lo que están pensando en Los Pinos es emplear ese argumento como pasto de campaña para el 2012, se están equivocando: el presidente de la república es y seguirá siendo el responsable principal de la tarea de gobernar y no importará cuánta evidencia se ponga en la mesa para demostrar la oposición, el bloqueo o la negligencia de sus adversarios, que esa responsabilidad seguirá siendo intransferible. Desde que Maquiavelo publicó “El Príncipe” hace casi cinco siglos, sabemos que a los gobernantes se les aplaude y se les premia por sus buenos resultados y no por sus buenas intenciones.
De ahí que controlar el crecimiento y el sentido de la agenda pública haya sido, casi siempre, una preocupación bien apreciada por los gobernantes, en cualquier país y en cualquier época del mundo. Más que ampliarla, lo que un jefe de gobierno desearía es reducirla, definirla y conducirla. Y con mayor razón en la medida en que el tiempo disponible —el recurso más escaso y más huidizo de la acción política— se le va escurriendo entre las manos.
No obstante, el gobierno mexicano parece envuelto en una dinámica ajena por completo a las circunstancias políticas que le rodean y sigue abriendo agendas. Volver al debate sobre la inversión privada en la explotación de hidrocarburos es cosa muy difícil de entender, mientras que el anuncio de otra reforma educativa para suplir la alianza pactada con el sindicato de maestros hace tres años suena, acaso, como discurso de principio de sexenio para salir del paso. En tanto que la arenga de corte militar a los delegados del gobierno, comparando la situación actual de México con la que se enfrentó Churchill ante el gobierno nazi es, por decir lo menos, alarmante.
Es cierto que varias de las iniciativas que hoy están detenidas por enésima ocasión en el Congreso fueron presentadas o anunciadas mucho antes. La reforma laboral no es cosa nueva, ni tampoco el paquete relativo a la seguridad. Pero también es bien sabido, desde hace mucho tiempo, que esas reformas se enfrentarían a oposiciones muy fuertes y quizás definitivas. Como los cambios que se anunciaron en su momento bajo la etiqueta de una reforma política de mayor calado, que aun matizada y corregida todavía no acaba de pasar por las aduanas de los adversarios.
Por eso es sorprendente que se sigan llenando listas de temas por venir, cuando el sexenio comienza a extinguirse y los temas relevantes de la agenda previa no prosperan. A estas alturas no sólo preocupa el resultado sino la fragmentación que, sin duda, se volverá pedacería tan pronto como se declare abierta la temporada de caza de los votos. Si hoy tenemos la impresión de que todos los temas guardan la misma relevancia al mismo tiempo, y de que ninguno de ellos acaba de tener resultados efectivos, lo que sigue promete ser todavía peor.
Por eso, lo más prudente sería cerrar la agenda, afinar los temas que pueden llevarse hasta buen puerto y buscar un fin de sexenio controlado y leal al cambio de gobierno. Si lo que está buscando el Presidente es convertirse en el factor principal de la campaña de los suyos, leyendo la sucesión presidencial como una suerte de contienda por la reelección panista, lo que vendrá es un final de ruta mucho peor de lo que fue el principio del camino. Y mientras más temas se suban a la agenda pública y más promesas se formulen, más polémico y controvertido será el último año del gobierno federal.
Así que dada la magnitud de los problemas que tenemos, la mejor salida del sexenio sería la gestión de una agenda breve y compartida, diseñada en clave democrática y sucesoria; en paz. La obligación del Presidente, a estas alturas, ya no es hacer ganar a su partido a toda costa, sino dejar la casa en orden.
Mientras más se acerca el final de este sexenio, más se abulta la agenda pública de México. Como si el 2012 no significara el cambio de gobierno sino el fin del mundo, cada vez hay más temas que atender, más pendientes que se añaden a la lista y nuevas ocurrencias. No es que el tamaño creciente de la agenda pública sea algo necesariamente malo. Pero sí lo es que la multiplicación de asuntos —unos viejos, otros nuevos y varios reciclados— no produzca prioridades claras, ni diagnósticos comunes, ni salidas dignas. Tal como están las cosas, hay muchos temas conflictivos y pocas soluciones.
De seguir así, el sexenio de Felipe Calderón terminaría con un largo listado de promesas seguido de otro aún más largo de culpables y razones por las que nunca se cumplieron. Si lo que están pensando en Los Pinos es emplear ese argumento como pasto de campaña para el 2012, se están equivocando: el presidente de la república es y seguirá siendo el responsable principal de la tarea de gobernar y no importará cuánta evidencia se ponga en la mesa para demostrar la oposición, el bloqueo o la negligencia de sus adversarios, que esa responsabilidad seguirá siendo intransferible. Desde que Maquiavelo publicó “El Príncipe” hace casi cinco siglos, sabemos que a los gobernantes se les aplaude y se les premia por sus buenos resultados y no por sus buenas intenciones.
De ahí que controlar el crecimiento y el sentido de la agenda pública haya sido, casi siempre, una preocupación bien apreciada por los gobernantes, en cualquier país y en cualquier época del mundo. Más que ampliarla, lo que un jefe de gobierno desearía es reducirla, definirla y conducirla. Y con mayor razón en la medida en que el tiempo disponible —el recurso más escaso y más huidizo de la acción política— se le va escurriendo entre las manos.
No obstante, el gobierno mexicano parece envuelto en una dinámica ajena por completo a las circunstancias políticas que le rodean y sigue abriendo agendas. Volver al debate sobre la inversión privada en la explotación de hidrocarburos es cosa muy difícil de entender, mientras que el anuncio de otra reforma educativa para suplir la alianza pactada con el sindicato de maestros hace tres años suena, acaso, como discurso de principio de sexenio para salir del paso. En tanto que la arenga de corte militar a los delegados del gobierno, comparando la situación actual de México con la que se enfrentó Churchill ante el gobierno nazi es, por decir lo menos, alarmante.
Es cierto que varias de las iniciativas que hoy están detenidas por enésima ocasión en el Congreso fueron presentadas o anunciadas mucho antes. La reforma laboral no es cosa nueva, ni tampoco el paquete relativo a la seguridad. Pero también es bien sabido, desde hace mucho tiempo, que esas reformas se enfrentarían a oposiciones muy fuertes y quizás definitivas. Como los cambios que se anunciaron en su momento bajo la etiqueta de una reforma política de mayor calado, que aun matizada y corregida todavía no acaba de pasar por las aduanas de los adversarios.
Por eso es sorprendente que se sigan llenando listas de temas por venir, cuando el sexenio comienza a extinguirse y los temas relevantes de la agenda previa no prosperan. A estas alturas no sólo preocupa el resultado sino la fragmentación que, sin duda, se volverá pedacería tan pronto como se declare abierta la temporada de caza de los votos. Si hoy tenemos la impresión de que todos los temas guardan la misma relevancia al mismo tiempo, y de que ninguno de ellos acaba de tener resultados efectivos, lo que sigue promete ser todavía peor.
Por eso, lo más prudente sería cerrar la agenda, afinar los temas que pueden llevarse hasta buen puerto y buscar un fin de sexenio controlado y leal al cambio de gobierno. Si lo que está buscando el Presidente es convertirse en el factor principal de la campaña de los suyos, leyendo la sucesión presidencial como una suerte de contienda por la reelección panista, lo que vendrá es un final de ruta mucho peor de lo que fue el principio del camino. Y mientras más temas se suban a la agenda pública y más promesas se formulen, más polémico y controvertido será el último año del gobierno federal.
Así que dada la magnitud de los problemas que tenemos, la mejor salida del sexenio sería la gestión de una agenda breve y compartida, diseñada en clave democrática y sucesoria; en paz. La obligación del Presidente, a estas alturas, ya no es hacer ganar a su partido a toda costa, sino dejar la casa en orden.
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