Los niveles de deuda pública dificultan redistribuir mejor los ingresos
KENNETH ROGOFF / EL PAÍS
Mientras siguen desarrollándose los dramáticos acontecimientos en el norte de África, muchos observadores fuera del mundo árabe se dicen a sí mismos, con aire de suficiencia, que todo gira alrededor de la corrupción y la represión política. Pero el desempleo elevado, la desigualdad ostensible y los precios en alza de las materias primas básicas también son un factor importante. De manera que los observadores no deberían estar preguntándose hasta dónde se propagarán acontecimientos similares en toda la región, sino qué tipo de cambios podrían producirse en casa frente a presiones económicas similares, si no tan extremas.
En el interior de los países, la desigualdad de ingresos, riqueza y oportunidades posiblemente sea mayor que en cualquier otro momento del siglo pasado. En toda Europa, Asia y América, las corporaciones nadan en efectivo, mientras su implacable búsqueda de eficiencia sigue generando enormes ganancias. Sin embargo, la porción de la tarta que les corresponde a los trabajadores se está reduciendo, gracias al alto desempleo, a las jornadas reducidas de trabajo y a los salarios estancados.
Paradójicamente, la realidad es que las mediciones de desigualdad de ingresos y riqueza entre países están cayendo, gracias a un crecimiento robusto constante en los mercados emergentes. Pero a la mayoría de la gente le importa más lo bien que le va en relación con sus vecinos que con ciudadanos de tierras lejanas.
A los ricos les está yendo esencialmente bien. Los mercados bursátiles globales se recuperaron. Muchos países son testigos de un crecimiento vigoroso de los precios de la vivienda, de las propiedades comerciales o de ambos. Los renacientes precios de las materias primas están creando enormes ingresos para los dueños de minas y pozos petroleros, incluso a pesar de que las subidas de precios de los alimentos básicos están desatando disturbios, si no completas revoluciones, en el mundo en desarrollo. Internet y el sector financiero siguen desovando nuevos millonarios y hasta multimillonarios a un ritmo asombroso.
Aun así, el desempleo alto y prolongado afecta a muchos trabajadores menos cualificados como una plaga. Por ejemplo, en España, un país afligido financieramente, el desempleo hoy supera el 20%. No ayuda para nada que al Gobierno al mismo tiempo se le esté obligando a absorber nuevas medidas de austeridad para hacer frente a la precaria carga de deuda del país.
De hecho, dados los niveles de deuda pública sin precedentes en muchos países, son pocos los países que tienen posibilidades sustanciales de abordar la desigualdad a través de una mayor redistribución de los ingresos. Países como Brasil ya tienen niveles tan altos de pagos de transferencia de los ricos a los pobres que mayores medidas en este sentido socavarían la estabilidad fiscal y la credibilidad antiinflación. Países como China y Rusia, con una desigualdad igualmente alta, tienen más posibilidades de una mayor redistribución. Pero los líderes en ambos países se han mostrado reticentes a tomar medidas audaces por miedo a desestabilizar el crecimiento. Alemania debe preocuparse no solo por sus propios ciudadanos vulnerables, sino también por cómo encontrar los recursos para rescatar a sus vecinos del sur de Europa.
Las causas de la creciente desigualdad en el interior de los países son bien entendibles, y no es necesario desgranarlas aquí. Vivimos en una época en la que la globalización expande el mercado para los individuos ultratalentosos, pero hace que la competencia deje afuera a los empleados comunes. La competencia entre países por individuos cualificados e industrias rentables, a su vez, limita la capacidad de los Gobiernos de mantener impuestos elevados a los ricos. La movilidad social está aún más afectada porque los ricos brindan a sus hijos una educación privada y ayuda posescolar, mientras que los más pobres en muchos países no pueden permitirse ni siquiera que sus hijos sigan yendo a la escuela.
En el siglo XIX, Karl Marx observó maravillosamente las tendencias de desigualdad en sus días y concluyó que el capitalismo no podía sustentarse políticamente de manera indefinida. Llegado el caso, los trabajadores se levantarían y derrocarían el sistema.
Fuera de Cuba, Corea del Norte y unas pocas universidades de izquierda en todo el mundo, ya nadie se toma en serio a Marx. Contrariamente a sus predicciones, el capitalismo generó niveles de vida cada vez más altos durante más de un siglo, mientras que los intentos por implementar sistemas radicalmente diferentes fracasaron de manera espectacular.
Sin embargo, en un momento en que la desigualdad alcanza niveles similares a los de hace 100 años, el statu quo tiene que ser vulnerable. La inestabilidad puede expresarse en cualquier parte. Fue hace poco más de cuatro décadas que los disturbios urbanos y las manifestaciones masivas sacudieron al mundo desarrollado, catalizando en definitiva reformas sociales y políticas de amplio alcance.
Sí, los problemas que enfrentan Egipto y Túnez hoy son mucho más profundos que en muchos otros países. La corrupción y la imposibilidad de abrazar una reforma política significativa se convirtieron en deficiencias agudas. Sin embargo, sería un grave error suponer que la enorme desigualdad es estable siempre que surja a través de la innovación y el crecimiento.
¿Cómo se desarrollará exactamente el cambio y qué forma asumirá, en definitiva, un nuevo compacto social? Es difícil especular, aunque en la mayoría de los países el proceso será pacífico y democrático.
Lo que resulta evidente es que la desigualdad no es solo una cuestión de largo plazo. Las preocupaciones sobre el impacto de la desigualdad de ingresos ya están constriñendo la política fiscal y monetaria en países desarrollados y en desarrollo por igual, a la vez que intentan abandonar las políticas de hiperestimulación adoptadas durante la crisis financiera.
Más importante aún, es muy probable que las capacidades de los países para hacer frente a las crecientes tensiones sociales generadas por la enorme desigualdad separen a los ganadores de los perdedores en la próxima ronda de globalización. La desigualdad es el gran comodín en la próxima década de crecimiento global, y no solo en el norte de África.
Kenneth Rogoff, ex economista jefe del FMI, es profesor de Economía y Políticas Públicas en la Universidad de Harvard. © Project Syndicate, 2011.
KENNETH ROGOFF / EL PAÍS
Mientras siguen desarrollándose los dramáticos acontecimientos en el norte de África, muchos observadores fuera del mundo árabe se dicen a sí mismos, con aire de suficiencia, que todo gira alrededor de la corrupción y la represión política. Pero el desempleo elevado, la desigualdad ostensible y los precios en alza de las materias primas básicas también son un factor importante. De manera que los observadores no deberían estar preguntándose hasta dónde se propagarán acontecimientos similares en toda la región, sino qué tipo de cambios podrían producirse en casa frente a presiones económicas similares, si no tan extremas.
En el interior de los países, la desigualdad de ingresos, riqueza y oportunidades posiblemente sea mayor que en cualquier otro momento del siglo pasado. En toda Europa, Asia y América, las corporaciones nadan en efectivo, mientras su implacable búsqueda de eficiencia sigue generando enormes ganancias. Sin embargo, la porción de la tarta que les corresponde a los trabajadores se está reduciendo, gracias al alto desempleo, a las jornadas reducidas de trabajo y a los salarios estancados.
Paradójicamente, la realidad es que las mediciones de desigualdad de ingresos y riqueza entre países están cayendo, gracias a un crecimiento robusto constante en los mercados emergentes. Pero a la mayoría de la gente le importa más lo bien que le va en relación con sus vecinos que con ciudadanos de tierras lejanas.
A los ricos les está yendo esencialmente bien. Los mercados bursátiles globales se recuperaron. Muchos países son testigos de un crecimiento vigoroso de los precios de la vivienda, de las propiedades comerciales o de ambos. Los renacientes precios de las materias primas están creando enormes ingresos para los dueños de minas y pozos petroleros, incluso a pesar de que las subidas de precios de los alimentos básicos están desatando disturbios, si no completas revoluciones, en el mundo en desarrollo. Internet y el sector financiero siguen desovando nuevos millonarios y hasta multimillonarios a un ritmo asombroso.
Aun así, el desempleo alto y prolongado afecta a muchos trabajadores menos cualificados como una plaga. Por ejemplo, en España, un país afligido financieramente, el desempleo hoy supera el 20%. No ayuda para nada que al Gobierno al mismo tiempo se le esté obligando a absorber nuevas medidas de austeridad para hacer frente a la precaria carga de deuda del país.
De hecho, dados los niveles de deuda pública sin precedentes en muchos países, son pocos los países que tienen posibilidades sustanciales de abordar la desigualdad a través de una mayor redistribución de los ingresos. Países como Brasil ya tienen niveles tan altos de pagos de transferencia de los ricos a los pobres que mayores medidas en este sentido socavarían la estabilidad fiscal y la credibilidad antiinflación. Países como China y Rusia, con una desigualdad igualmente alta, tienen más posibilidades de una mayor redistribución. Pero los líderes en ambos países se han mostrado reticentes a tomar medidas audaces por miedo a desestabilizar el crecimiento. Alemania debe preocuparse no solo por sus propios ciudadanos vulnerables, sino también por cómo encontrar los recursos para rescatar a sus vecinos del sur de Europa.
Las causas de la creciente desigualdad en el interior de los países son bien entendibles, y no es necesario desgranarlas aquí. Vivimos en una época en la que la globalización expande el mercado para los individuos ultratalentosos, pero hace que la competencia deje afuera a los empleados comunes. La competencia entre países por individuos cualificados e industrias rentables, a su vez, limita la capacidad de los Gobiernos de mantener impuestos elevados a los ricos. La movilidad social está aún más afectada porque los ricos brindan a sus hijos una educación privada y ayuda posescolar, mientras que los más pobres en muchos países no pueden permitirse ni siquiera que sus hijos sigan yendo a la escuela.
En el siglo XIX, Karl Marx observó maravillosamente las tendencias de desigualdad en sus días y concluyó que el capitalismo no podía sustentarse políticamente de manera indefinida. Llegado el caso, los trabajadores se levantarían y derrocarían el sistema.
Fuera de Cuba, Corea del Norte y unas pocas universidades de izquierda en todo el mundo, ya nadie se toma en serio a Marx. Contrariamente a sus predicciones, el capitalismo generó niveles de vida cada vez más altos durante más de un siglo, mientras que los intentos por implementar sistemas radicalmente diferentes fracasaron de manera espectacular.
Sin embargo, en un momento en que la desigualdad alcanza niveles similares a los de hace 100 años, el statu quo tiene que ser vulnerable. La inestabilidad puede expresarse en cualquier parte. Fue hace poco más de cuatro décadas que los disturbios urbanos y las manifestaciones masivas sacudieron al mundo desarrollado, catalizando en definitiva reformas sociales y políticas de amplio alcance.
Sí, los problemas que enfrentan Egipto y Túnez hoy son mucho más profundos que en muchos otros países. La corrupción y la imposibilidad de abrazar una reforma política significativa se convirtieron en deficiencias agudas. Sin embargo, sería un grave error suponer que la enorme desigualdad es estable siempre que surja a través de la innovación y el crecimiento.
¿Cómo se desarrollará exactamente el cambio y qué forma asumirá, en definitiva, un nuevo compacto social? Es difícil especular, aunque en la mayoría de los países el proceso será pacífico y democrático.
Lo que resulta evidente es que la desigualdad no es solo una cuestión de largo plazo. Las preocupaciones sobre el impacto de la desigualdad de ingresos ya están constriñendo la política fiscal y monetaria en países desarrollados y en desarrollo por igual, a la vez que intentan abandonar las políticas de hiperestimulación adoptadas durante la crisis financiera.
Más importante aún, es muy probable que las capacidades de los países para hacer frente a las crecientes tensiones sociales generadas por la enorme desigualdad separen a los ganadores de los perdedores en la próxima ronda de globalización. La desigualdad es el gran comodín en la próxima década de crecimiento global, y no solo en el norte de África.
Kenneth Rogoff, ex economista jefe del FMI, es profesor de Economía y Políticas Públicas en la Universidad de Harvard. © Project Syndicate, 2011.
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